Gavroche
Viernes 16 de junio de 2017
Hace muchos años que la situación de la clase obrera se viene deteriorando en España. Desde que la transición monárquica puso fin a la crisis política del franquismo y al auge del movimiento huelguístico de los años 70, se ha debilitado extremadamente nuestra arma de defensa: la solidaridad de clase. En algunos momentos, en algunos aspectos, para tal o cual parte de la población asalariada, ha habido una mejora de las condiciones de vida materiales: gracias a períodos de auge de la economía financiera, a los sobornos de la Unión Europea por renunciar a la autonomía productiva nacional, etc. Pero las condiciones laborales generales empeoraban, mientras crecía el despotismo de la patronal y del Estado a su servicio. Y la desmoralización de la población asalariada ha seguido profundizándose. Muy poca conserva algo de conciencia de clase, de confianza en quienes compartimos condición social y en las organizaciones obreras -sindicales y políticas- para defendernos conjuntamente. Menos aún somos quienes confiamos en emancipar el trabajo del yugo capitalista y en llevar la revolución socialista a la victoria.
Hace ahora 10 años, estallaba la mayor crisis financiera del Estado del bienestar imperialista, es decir, del capitalismo monopolista recompuesto tras la Segunda Guerra Mundial, bajo el mando de los Estados Unidos de América. Hubo primero una reacción defensiva de clase, cuando los sindicatos convocaron tres jornadas de huelga general, que no fueron a más debido principalmente a la línea conciliadora de las direcciones sindicales. Pero, con esta crisis, ya no era únicamente el tercio más pobre de la población el que perdía, sino que también empezó a tambalearse la seguridad económica individualista, pequeñoburguesa, del tercio intermedio en la jerarquía social: la impropiamente llamada «clase media».
Cientos de miles de ciudadanos en proceso o en riesgo de proletarización tomaron las calles y las plazas. Era el 15-M, el movimiento de los indignados. Sus expectativas y sus métodos eran ingenuos. Querían reinventarlo todo, rechazando todo lo anterior, incluidas las probadas enseñanzas de la lucha obrera. Así, lo viejo pudo más que sus sueños idílicos, sobre todo a medida que se creaban empleos precarios al lado del desempleo crónico. La crisis no fue tan grave como para descomponer el Estado burgués español, el cual se sustenta en una economía monopolista y beneficiaria de la explotación del tercer mundo. Lo más pequeñoburgués del movimiento popular tuvo su continuación en la alternativa electoral posmoderna y reformista de Podemos. Y lo más proletario, en las Marchas de la Dignidad. Con ellas, simpatiza la parte más avanzada del movimiento obrero que acude a Madrid una vez al año para sostener sus reivindicaciones generales. Pero la inmensa mayoría de los sindicalistas y delegados que componen el movimiento obrero no participa en la actividad y organización cotidianas de las Marchas de la Dignidad.
Los sindicatos, Podemos y las Marchas de la Dignidad son hoy día las mayores fuerzas sociales organizadas que se enfrentan a los planes explotadores del gran capital. ¿Podrán organizar una resistencia eficaz contra ellos? La mayoría del movimiento sindical está atrapada en una dinámica de colaboración de clases. Tampoco cabe esperarlo de los dirigentes de Podemos, porque subordinan la movilización popular a su acción parlamentaria y porque comulgan por activa y por pasiva con la propaganda imperialista y anticomunista: valga como ejemplo su veneración hacia las instituciones vigentes y su insolidaridad hacia la lucha de Siria y Venezuela contra las injerencias neocolonialistas. Las Marchas de la Dignidad tienen una mejor posición política y, ante futuras agresiones capitalistas importantes, pueden dar cauce a la rebeldía obrera y popular. Pero, ¿podrán desarrollar la resistencia y la organización suficientes para hacer retroceder a la burguesía (no digamos ya, para derrocarla)?
Las Marchas de la Dignidad son un agrupamiento de diversos partidos, sindicatos y asociaciones, en torno a unas consignas. Entre las entidades participantes, no hay ninguna con una solidez ideológica, política y organizativa capaz de vertebrar el conjunto. Frente a esta coincidencia de voluntades, se alza la organización centralizada, profesional y experimentada de la burguesía. El desenlace de la lucha es, por tanto, previsible, teniendo como antagonista a un Estado de capitalismo altamente desarrollado.
Para descomponer la hegemonía política de la burguesía y organizar una fuerza social capaz de derrotarla, hace falta un trabajo prolongado, sistemático, metódico, científico, y no solamente una unidad de acción para atender las emergencias del momento. Como decía Lenin, hay que fundir «en un todo la fuerza destructora espontánea de la multitud y la fuerza destructora consciente de la organización de revolucionarios» (¿Qué hacer?).
En sociedades muy inestables, donde las clases explotadoras dominan más por la fuerza que por el engaño y la vida de las masas pende de un hilo, como ocurría en la Cuba de Batista, una guerrilla puede incorporar progresivamente al pueblo a sus filas hasta conquistar el poder político. Y, aun así, ese ejército guerrillero no deja de ser un partido político centralizado y disciplinado, hasta el extremo. En los demás casos, la experiencia histórica muestra que el camino de la resistencia al capitalismo hasta la revolución sólo pueden completarse si es bajo la dirección de un partido comunista basado en la teoría científica del marxismo-leninismo.
Por tanto, a la vez que ayudamos a desarrollar el movimiento espontáneo de masas y sus organizaciones, el reto principal consiste en la construcción de ese partido comunista capaz de conducirlas a la victoria. ¿Como va esta labor en España? ¿Con qué obstáculos tropieza? ¿Qué tareas hay que acometer para superarlos?
Es una labor tremendamente difícil, como lo atestigua la historia contemporánea de España. Hasta los años treinta del siglo pasado, la clase obrera no consiguió tener una organización así: el Partido Comunista de España. Y, desde mediados de los años cincuenta, fue degradándose más y más su cabeza, su núcleo dirigente, por la senda del revisionismo promovido por el PCUS tras la muerte de Stalin. Desde entonces, se han sucedido múltiples tentativas de reconstituir un verdadero partido comunista, tanto desde dentro como desde fuera de la estructura del PCE. En cada una de ellas, ha habido un mayor o menor número de aciertos, pero el resultado global todavía es negativo: la clase obrera de nuestro país sigue sin tener un partido que una en un todo el marxismo-leninismo con el movimiento obrero.
Para resolver este reto, como cualquier otro, es necesario estudiar cómo se consiguió hacer en el pasado. Es obligada la referencia a la ya centenaria Revolución de Octubre en Rusia, puesto que allí, por primera vez, la clase obrera conquistó el poder político, empezó la edificación de una nueva sociedad socialista y ayudó a la construcción de partidos de tipo bolchevique en todo el planeta, entre ellos, el PCE.
En la Rusia prerrevolucionaria, como ahora mismo, había multitud de partidos que se consideraban a sí mismos obreros, socialistas, comunistas y marxistas. Esa división, no impidió sin embargo el triunfo revolucionario porque, entre todos esos partidos, hubo uno que consiguió unir a las masas para una lucha de clases consecuente, basada en la teoría científica del marxismo-leninismo. Pero el conflicto del partido bolchevique con otros partidos (y grupos de oposición en su seno) fue aprovechado por los capitalistas contra el Poder Soviético y al pueblo le costó años comprender la verdadera fisonomía política de cada partido hasta convencerse de seguir la senda del socialismo propuesta por los bolcheviques. En la España de los años treinta, el proletariado y la democracia fueron derrotados militarmente por la reacción y el imperialismo, pero formaron un verdadero partido comunista, el PCE, que se convirtió en su reconocido dirigente durante la guerra y la resistencia antifranquista. No obstante, la hostilidad hacia él por parte de algunos republicanos, socialistas, anarquistas y trotskistas fue una de las causas no menores de la derrota de la II República.
Hoy en día, tenemos diversas organizaciones que se pretenden continuadoras del bolchevismo y del PCE glorioso, pero ninguna de ellas consigue que progrese sólidamente la unión del socialismo científico con el movimiento obrero. A cada pequeño progreso, le sucede una nueva decepción, una nueva división. Por supuesto que la construcción de un partido comunista transcurre en medio de antagonismos de clase y eso significa que sus miembros se ven influidos por las clases no proletarias: la burguesía promueve la rendición y la pequeña burguesía, ya sea una línea reformista, ya sea una línea irracional ultrarrevolucionaria. Tampoco hay que descartar en ese fraccionalismo el papel de agentes de la burguesía, sobre todo considerando los medios con que cuentan los modernos Estados imperialistas. Pero, cualquiera de esos casos sólo es expresión de la lucha de clases que recorre la sociedad capitalista y, en ella, lo determinante es la posición de las masas (son las masas las que hacen la historia); o más concretamente, la capacidad de los comunistas en ganarlas para la revolución.
Para construir una fuerte organización con esta capacidad, los comunistas tenemos que ir reuniendo una gran diversidad de cualidades y aptitudes. Algunas, más teóricas y otras, más prácticas. Las de carácter práctico se vuelven decisivas cuando la organización revolucionaria ya ha conseguido dotarse de una base teórico-política justa. A partir de ese momento, empieza la verdadera lucha de clases entre la burguesía y el proletariado. Algunos dirigentes actuales de nuestro fraccionado movimiento comunista han demostrado brillantes dotes prácticas y organizativas; han sido capaces de dar continuidad a sus partidos durante decenios o de organizar a cientos de militantes partiendo de un puñado de personas. Para conseguirlo, necesariamente han tenido que apoyarse en aciertos teóricos y políticos, pues, como sostenía Lenin, «sin teoría revolucionaria, no puede haber tampoco movimiento revolucionario». Sin embargo, tales aciertos teórico-políticos no son generales, sino únicamente parciales. De lo contrario, alguna de estas organizaciones comunistas habría comenzado a destacar sobre las demás en la conquista de las masas del movimiento obrero, cosa que no ha ocurrido.
Reunir las diversas cualidades y aptitudes necesarias a la reconstitución del Partido Comunista exige de manera imprescindible la clarificación de una línea política general acertada. El gran dirigente comunista chino Mao Zedong lo expresaba así: «El que sea correcta o no la línea ideológica y política lo decide todo». Hay que disipar la actual confusión, la oscuridad que reina sobre esta cuestión.
Los grupos más pequeños son los únicos que se interesan por ella, pero, lamentablemente, la pequeñez de muchos de ellos esta en relación directa con su dogmatismo, «izquierdismo» y sectarismo. Con este bagaje teórico, son incapaces de despertar el interés de los militantes de las organizaciones mayores, a la vez que ellos mismos se descarrían hacia el fanatismo y el intelectualismo pequeñoburgués disgregante. Más interesantes son las producciones teóricas de los grupos pequeños que procuran una relación materialista dialéctica con las masas. Y, desde luego, lo son las organizaciones comunistas mayores, más vinculadas a las masas, aunque no sean rigurosas en la observancia de los principios del marxismo-leninismo ni presten atención a las contradicciones de la línea política general con la que nuestro movimiento intenta dirigir a las masas (contradicciones entre la lucha por la democracia y la lucha por el socialismo; entre la lucha por reformas y la revolución; entre la línea de masas y las exigencias del trabajo revolucionario; sobre la unidad y diferencia entre el revisionismo moderno, el eurocomunismo y el socialimperialismo; a la hora de aprender de las experiencias revolucionarias pasadas; etc.).
Ante el movimiento obrero, no debemos limitarnos a poner en evidencia los errores y desviaciones particulares de sus dirigentes, sino que hace falta relacionarlos con las incoherencias de la línea política general de los comunistas. Porque, si no arrojamos luz sobre esta última cuestión, las masas no pueden entender de dónde vienen aquellos errores y desviaciones, ni cómo combatirlos eficazmente. Entonces, ellas se vuelven presas fáciles del fraccionalismo, del fatalismo y, finalmente, de la demagogia de los reaccionarios (es el caso de las denuncias habituales contra los dirigentes sindicales traidores).
Necesitamos promover, en nuestro movimiento, un debate sobre la línea política general de los comunistas que resuelva sus principales contradicciones para unificarnos y fortalecernos. Hay que volver a educar a la clase obrera con toda la riqueza teórica del marxismo-leninismo luchando contra las ideas que hacen apología del capitalismo o que denigran la revolución socialista. Sobre esta base, hay que explicar de manera convincente por qué la contrarrevolución venció en la URSS y en otros Estados socialistas, por qué el revisionismo se adueñó de tantos partidos comunistas. Y también hay que aplicar un tratamiento materialista dialéctico a las sociedades resultantes de esta contrarrevolución para poder invertir la correlación de fuerzas y reanudar el flujo revolucionario que corresponde a nuestra época.
Gavroche