Gavroche
Viernes 2 de marzo de 2018
Millones de explotados por todo el mundo hemos aprovechado el pasado año 2017 para valorar las enseñanzas de la ya centenaria Revolución de Octubre a la luz de la desgracia que nos está acarreando su derrota. El año en el que ahora nos adentramos también viene cargado de celebraciones molestas para la burguesía y sus lacayos. Tras un año dedicado a refrescarnos la memoria sobre la práctica social más amenazadora para el capitalismo, viene otro que nos invita a fijar la atención en el origen teórico de la Revolución Soviética, es decir, en el autor político y en el programa político más leídos de toda la historia de la humanidad. Este 2018, se cumple el bicentenario de Carlos Marx y el 170º aniversario de la publicación de El Manifiesto del Partido Comunista.
Precisamente en este momento, se acaba de estrenar una película que nos ambienta muy dignamente sobre estos eventos. Se trata de la cinta del director de cine haitiano Raoul Peck «El joven Karl Marx», un relato bastante fiel a la realidad, que simpatiza con el legado de su protagonista y -lo más importante- que ofrece importantes consejos a los actuales partidarios de la emancipación social.
Aunque la película se centra en la figura de Marx, su primera escena nos pone en contexto mostrando a gentes pobres trabajando para sobrevivir y la represión violenta abatiéndose sobre ellas. Es un acercamiento respetuoso a un personaje para el que son las masas y no los grandes hombres quienes hacen la historia. Demasiados revolucionarios bienintencionados de hoy olvidan esta verdad elemental: cuando se lanzan a formas de lucha para las que no han preparado suficientemente a las masas; cuando desprecian las formas en que éstas aprenden a ponerse en movimiento, no viendo en ellas más que sus defectos; cuando pasan por alto que son las masas proletarias las que hacen la revolución socialista y no el partido comunista cuya misión es solamente (eso ya es mucho y se hace muy poco) educarlas, organizarlas y dirigirlas de manera que puedan realizarla.
Acto seguido, se muestra a nuestro personaje junto a los demás jóvenes hegelianos, que forman el ala izquierda del pensamiento filosófico más avanzado que ha producido la burguesía. Y no están simplemente debatiendo entre ellos sobre la emancipación humana: actúan difundiendo su crítica de las ideas establecidas, especialmente de la religión, a través del periódico La Gaceta Renana. Pero Marx va más lejos que Strauss, Bauer, Stirner e incluso Feuerbach. No sólo ataca las ideas, sino también las instituciones que las sostienen, empezando por el poder político del Estado. Sus compañeros iniciales no quieren poner en riesgo sus vidas acomodadas comprometiéndose con la lucha de los oprimidos contra los opresores. Éste es, sin embargo, el camino que gustosamente emprende Marx, abandonando para siempre el refugio de la abstracción filosófica pura y emprendiendo consecuentemente el duro camino del materialismo militante.
Se nos presenta pues a un revolucionario, a un enemigo declarado del poder establecido, movido por el deber moral al que subordina su suerte personal. Ha elegido uno de los bandos sociales en lucha. Desprecia a los jóvenes idealistas burgueses que se sitúan pretenciosamente por encima de las batallas en curso y las evitan. Dos siglos después, en la España del siglo XXI, hemos vuelto a presenciar cómo algunos supuestos adversarios del capitalismo han puesto como pretexto el sesgo reaccionario del nacionalismo para mostrarse indiferentes o equidistantes ante la represión ejercida por el Estado imperialista español sobre el pueblo catalán que ansía su libertad nacional (otros han llegado aún más lejos, haciendo causa común con los reaccionarios chovinistas que condicionan la democracia al marco jurídico heredado del franquismo y que se niegan a hacer de España una unión libre de los pueblos que la habitan).
La lógica y sana intuición de Marx contra el filisteísmo de los jóvenes burgueses le lleva a recelar inicialmente de Federico Engels, hijo de un industrial alemán con fábrica textil en la ciudad inglesa de Manchester. Sin embargo, cuando ambos comprueban la identidad ideológica proletaria que los une, no le cuesta cambiar de opinión y ambos se convierten en amigos y camaradas para el resto de sus vidas. La amistad surge por las más diversas circunstancias, pero la más sólida es la que se construye desde la adhesión a la causa revolucionaria del proletariado. No sólo ambos habían llegado a la misma concepción materialista de la sociedad, sino que Marx apreciaba altamente el conocimiento directo que poseía Engels sobre las condiciones de vida y de trabajo de la población obrera. La película representa lo compleja y conflictiva que resulta la fusión del socialismo científico con el movimiento obrero por medio del puñetazo que recibe Engels tras ofrecer sus servicios intelectuales a un combativo grupo de proletarios irlandeses. Cuando recobra el sentido, encuentra los cuidados y el amor de la obrera que había despedido su padre por responderle con insolente dignidad: Mary Burns será su compañera de vida y de militancia, hasta su muerte, al igual que lo será de Marx la aristócrata Jenny Von Westphalen.
Ya juntos, dedican todas sus energías a acercar la teoría del socialismo científico al movimiento proletario práctico. En vez de fundar un nuevo partido político basado en sus ideas, piden el ingreso en el partido obrero más avanzado de Alemania: la Liga de los Justos. Pero lo hacen sin servilismo, combatiendo con tanta fuerza los errores teórico-políticos de sus dirigentes (al igual que los de Proudhon y otros socialistas de entonces), que consiguen la aceptación mayoritaria de sus enmiendas. Aquí, en cambio, desde que el revisionismo se apoderó del PCE y lo hizo estallar en pedazos, cada uno de los fragmentos vegeta de espaldas a los demás, sin sostener la lucha y la clarificación que hagan posible la reunificación del Partido revolucionario de la clase obrera.
La acción dialéctica de Marx y Engels lleva a la organización a adoptar un nombre más exacto: Liga de los Comunistas. Durante un discurso en uno de sus congresos, Engels pregunta si el viejo lema «Todos los hombres son hermanos» significa acaso que los burgueses son hermanos de los obreros: la nueva divisa va enfilada a desarrollar la lucha de clases, «¡Proletarios de todos los países, uníos!». La película termina cuando la Liga encarga a ambos la redacción del documento que expone los principios por los que se regirá en adelante –el Manifiesto del Partido Comunista-, con una escena en la que los vemos junto con Jenny y Mary elaborando colectivamente de este ya célebre texto.
En aquel momento, a Marx todavía le quedaba por desentrañar el secreto de la economía capitalista –la producción de plusvalía-, así como por hallar en la dictadura del proletariado la forma política de la transición revolucionaria del capitalismo al comunismo. Aun sin eso, la película «El joven Karl Marx» es un homenaje admirable. Nos brinda una herramienta moderna para introducirnos nuevamente en el necesario estudio y popularización del marxismo-leninismo, doscientos años después del nacimiento de quien sentó las bases de la teoría que alumbra la lucha del proletariado por liberar a toda la humanidad de su división en clases, en explotadores y explotados, en opresores y oprimidos. Aprovechémosla para poner manos a la obra.
Gavroche, febrero de 2018