CAPÍTULO SEGUNDO:

EL IMPERIALISMO

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El período inicial del capitalismo fue fundamentalmente el período de la “libre competencia”. Las contradicciones internas del capitalismo empujaron a los países burgueses, principalmente europeos, a conquistar y colonizar a los demás, hasta repartirse la totalidad del mundo. Desde el último tercio del siglo XIX, los capitalistas se fueron adaptando a la naturaleza social que habían adquirido las nuevas fuerzas productivas, aunque en su exclusivo provecho, sin exceder de los límites que impone la producción mercantil y su forma privada de apropiación. Así, se extendieron las sociedades anónimas, las empresas estatales, los trusts y cierta organización planificada de la producción social.

A medida que los monopolios fueron dominando los diversos sectores económicos, el período del capitalismo de libre competencia fue remplazado, desde finales del siglo XIX a principios del siglo XX, por el período del capitalismo monopolista o imperialismo. No se trata de un nuevo modo de producción, sino de una superestructura que sólo se puede sostener sobre la base del capitalismo, la competencia mercantil y la propiedad privada.

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¿Qué cambios introduce el capitalismo monopolista?

Desde el punto de vista económico, el imperialismo se caracteriza por cinco rasgos principales: 1) la concentración de la producción y del capital llega hasta un grado tan elevado de desarrollo, que crea los monopolios, los cuales desempeñan un papel decisivo en la vida económica; 2) el capital bancario se fusiona con el industrial creando el «capital financiero» en manos de la oligarquía financiera que es una minoría de la burguesía capitalista; 3) la exportación de capitales sustituye en importancia a la exportación de mercancías; 4) se forman asociaciones internacionales monopolistas de capitalistas, las cuales se reparten el mundo, y 5) ha terminado el reparto territorial del mundo entre las potencias capitalistas más importantes.

La concentración y centralización de una gran parte de la producción por parte de poderosas agrupaciones monopolistas de capitalistas -consorcios, cárteles y trusts- les asegura una situación dominante en una o varias ramas de la economía (hoy en día, más del 60% de la economía mundial es controlada por menos de 1.400 grandes empresas multinacionales, la mayoría con sede en los Estados Unidos de América). Controlando el volumen de la oferta de mercancías, pueden imponer, dentro de ciertos límites, altos precios monopolistas en el mercado. Gracias a ello, se apropian una ganancia de monopolio superior a la ganancia media.

La libre competencia conduce al monopolio y éste suprime la libertad en la concurrencia pero no la concurrencia mercantil misma, cuyas contradicciones profundiza, dando lugar a roces y conflictos particularmente agudos y bruscos.

La tendencia al descenso de la tasa de ganancia se ve reforzada con la enorme elevación de la composición técnica y orgánica del capital que hacen posible las gigantescas empresas monopolistas. Éstas procuran contrarrestarla reforzando los métodos clásicos y aplicando otros nuevos que les permite su posición monopolista: política de precios elevados (inflación), tarifas proteccionistas elevadas, conquista de las fuentes de materias primas y energía, nuevos mercados exteriores, exportación masiva de capitales, corrupción política y violencia mafiosa. La exportación de capitales a países extranjeros adquiere enormes dimensiones y una importancia decisiva en la relación de dominación entre las distintas partes de la economía capitalista mundial.

En su etapa imperialista, el capitalismo se transforma en un sistema universal de sojuzgamiento colonial o neocolonial (sanciones, bloqueos, invasiones, etc.) y de estrangulación económica de la inmensa mayoría de la población del planeta por un puñado de naciones “adelantadas», explotándola tanto en sus propios países como cuando se ve obligada a emigrar a las metrópolis imperialistas.

Al inicio de la era del imperialismo, el mundo entero estaba ya dividido territorialmente entre los países más ricos y, sobre esta base, las asociaciones de monopolistas se lanzaron a cambiar este reparto en función de su fuerza económica relativa. El dominio de los monopolios, no sólo acentúa extremadamente el desarrollo desigual de los diferentes países capitalistas, sino que la evolución de cada uno de ellos se produce en forma de saltos, de tal manera que unos adelantan a otros en un corto espacio de tiempo. El progreso de las fuerzas productivas sociales conduce a la internacionalización o “globalización” de la vida económica, pero este resultado no se alcanza de forma gradual y pacífica sino mediante luchas más o menos cruentas por una redistribución de los mercados y “dominios”. Las guerras imperialistas por la dominación mundial y el sometimiento de los pueblos más débiles son, en estas condiciones, inevitables. Durante el siglo XX, hubo dos guerras mundiales consecutivas que causaron muchas decenas de millones de víctimas. Hoy en día, aunque prevalece la colusión entre las potencias imperialistas frente a los países socialistas e independientes, la pugna entre ellas por los mercados crece bajo la forma de conflicto entre globalización neoliberal y proteccionismo. Por ahora, los países imperialistas «sólo» desencadenan «pequeñas» guerras que provocan miles de muertos, pero su régimen económico los aboca a una nueva guerra mundial incomparablemente más devastadora.

En la época del capitalismo monopolista, el poder del Estado tiende a convertirse en dominio de la oligarquía financiera, dentro de la dictadura de la burguesía. La creciente socialización de la economía obliga a investir al Estado de un importante papel económico, incluso utilizando en ciertos momentos históricos, para salvar al capitalismo o ayudar a desarrollarse, el capitalismo monopolista de Estado, que es la fusión de la fuerza del Estado burgués con la de los monopolios y que frecuentemente se manifiesta como unión personal de los representantes de ambos. Cada Estado capitalista da cauces legales y protege a toda la clase capitalista y, de manera especial, a su fracción dominadora, la oligarquía financiera. Con los tributos y cotizaciones sociales que recauda de los trabajadores, el Estado se hace cargo de la infraestructura que necesitan los capitalistas, mientras ésta no puede ser explotada de forma rentable por ellos; también regula la economía en beneficio de los mismos mediante sus presupuestos, su política monetaria y crediticia y su política de precios y salarios; compra buena parte de la producción monopolista (complejo militar-industrial, obras públicas, etc.); apoya la expansión exterior de sus grandes capitalistas y concierta alianzas e integraciones internacionales como la Unión Europea para luchar por un nuevo reparto del mundo que los favorezca. El proletariado se ve obligado a enfrentarse a la fuerza del Estado imperialista, el cual legaliza la explotación y se encarga de oprimir y reprimir a la gran masa del pueblo. Así, la política burguesa en su conjunto tiende, no a la libertad ni a la democracia, sino a la reacción, al militarismo, al soborno de la cúspide de la clase obrera y de la burguesía nacional de los países dominados, a la demagogia, al oscurantismo cultural, al anticomunismo, al fascismo. Por ello, es impensable que el capitalismo pueda retirarse de la escena histórica y ceder su lugar a una organización social superior, de manera voluntaria, pacífica, democrática. Pero las contradicciones en cada país en el seno de la clase burguesa, también en el seno de su capa dominante, la oligarquía financiera, y entre los capitalistas y su propio Estado, cuyos representantes y burocracia sueñan con ser garantes de toda la sociedad, al igual que la contradicción entre la competencia y el monopolio, preparan la bancarrota del imperialismo.

Las guerras mundiales y los acuerdos internacionales que las previenen y las preparan (Sociedad de Naciones, ONU, FMI, Banco Mundial, OMC, OCDE, G-7, UE, OTAN, tratados de libre comercio, Comisión Trilateral, Foro de Davos, Club Bilderberg, etc.) muestran que esas fuerzas productivas han sobrepasado el marco limitado de los Estados imperialistas y exigen la planificación internacional de la economía mundial. Pero las luchas interimperialistas, la feroz competencia entre los monopolios y la anarquía productiva que provoca (intrínsecos al capitalismo), imposibilita la planificación internacional y que se cumpla la tendencia a un solo trust de Estado universal (“ultraimperialismo”), convirtiendo los acuerdos entre imperialistas en parciales y temporales. En el imperialismo la tendencia a la unidad se ve superada por la tendencia a la lucha. El capitalismo sigue teniendo una base nacional y no puede desprenderse de ella: los capitalistas de cada país dependen de la fuerza de su Estado nacional para realizar sus intereses en el mundo.

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¿Por qué nos hallamos en la “antesala” del socialismo?

Por una parte, el imperialismo ha desarrollado en alto grado las fuerzas productivas sociales, preparando así todas las condiciones necesarias para la organización socialista de la sociedad.

Por otra parte, la forma monopolista del capitalismo desarrolla, en forma creciente, elementos de contención del desarrollo de las fuerzas productivas, de degeneración parasitaria, de putrefacción, de decadencia de este régimen social: distorsión del mecanismo de competencia; política de precios de cártel elevados; dominación de los mercados; crecimiento del sector de los rentistas (al dejar los grandes capitalistas la gestión de sus negocios a personal asalariado), de la producción de bienes y servicios de lujo, de la burocracia, del aparato represivo, del militarismo; disgregación de la economía mundial por las guerras, etc.

Las crisis periódicas, más o menos decenales, ya no bastan como mecanismo purgatorio del exceso de fuerzas productivas porque sólo alcanzan a destruir los capitales pequeños y medianos, pero no los que se hallan centralizados en gigantescos monopolios. El capitalismo se adentra entonces en un largo período de crisis estructural durante el cual se alternan períodos de crecimiento anémico con recesiones cada vez más profundas, hasta que un enorme cataclismo (hasta el presente, las guerras mundiales entre las mayores potencias
imperialistas) hace posible destruir fuerzas productivas a una escala suficiente para que el capital social se reproduzca sin descenso de la cuota general de ganancia.

La situación de la clase obrera bajo el imperialismo tiende a empeorar por el alza del coste de la vida y el aumento de la opresión y explotación por los consorcios; los tremendos obstáculos que éstos interponen en las luchas económicas y políticas del proletariado; los horrores provocados por las guerras imperialistas.

Todos estos motivos convierten al imperialismo en el capitalismo en descomposición, moribundo, la etapa final de su evolución y la víspera de la revolución socialista mundial. Sólo una revolución socialista proletaria puede sacar a la humanidad del atolladero al que es conducida por el imperialismo y las guerras imperialistas. Por grandes que sean las dificultades que encuentre la revolución, cualesquiera que sean los fracasos pasajeros o los
vaivenes contrarrevolucionarios que tenga que enfrentar, la lucha de clase del proletariado conseguirá la victoria definitiva. Las contradicciones sociales del capitalismo acaban produciendo en los trabajadores asalariados –con el impulso de su sector más avanzado- una conciencia revolucionaria que les lleva a cumplir su misión histórica revolucionaria. Las condiciones objetivas plantean, como tarea central de la época que atravesamos, la preparación directa, en todas las formas, del proletariado para la conquista del poder político, a fin de realizar las medidas económicas y políticas que son la esencia de la revolución socialista.

Las cuatro contradicciones principales que minan los cimientos del imperialismo e impulsan la revolución proletaria mundial son las que enfrentan: 1) a la burguesía y el proletariado; 2) a las potencias imperialistas y las naciones oprimidas por ellas; 3) a los países imperialistas entre sí; y 4) a los países capitalistas y los países socialistas.

La victoria del proletariado de Rusia en la Gran Revolución Socialista de Octubre de 1917 marcó el inicio de la crisis general del capitalismo: la época histórica en que este régimen social será sustituido definitivamente por el comunismo en un largo proceso de revoluciones socialistas y democrático-nacionales, de guerras imperialistas y guerras revolucionarias, de triunfos y derrotas, de flujos y reflujos.

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¿Cómo es el actual momento del capitalismo imperialista?

En los países de capitalismo desarrollado, la burguesía recurrió al capitalismo de Estado, después de la Primera y, sobre todo, de la Segunda Guerra Mundial hasta los años 70. El Estado nacionalizó empresas privadas y creó nuevas empresas públicas; incrementó considerablemente su presupuesto y su intervención en la economía; y tuvo que atender las demandas crecientes de los trabajadores en derechos sociales y la financiación de los mismos. Por una parte, el Estado se convertía en un demandante artificial solvente para que los capitalistas dieran salida a su producción de mercancías que se había vuelto excesiva en comparación con la capacidad del mercado, mientras redirigía las inversiones de aquéllos hacia la salida de la crisis económica: el gasto militar, las guerras y la posterior la
reconstrucción de los territorios devastados y de la necesaria infraestructura no rentable pero necesaria para las actividades lucrativas de los monopolios. Por otra parte, era una política de concesiones reales al pujante movimiento obrero internacional (también de soborno a la cúspide del proletariado y de corrupción de sus capas medias a través incentivos individualistas contra la solidaridad de clase), para frenar el contagio revolucionario que había hecho nacer a la Unión Soviética y al campo socialista, y que el ejemplo de éstos acrecentaba.

Pero, en los años 70, el desarrollo del capitalismo acabó topándose a escala internacional con el límite que imponen los mercados a este régimen de producción. Estalló una crisis mundial que afectó a todas sus esferas (financiera, presupuestaria, energética, comercial, ecológica,…) y que colocó nuevamente a la sociedad ante la disyuntiva de tratar las fuerzas productivas sociales como lo que son, o bien, someterlas a las necesidades del capital, como así se encargó de imponer el Estado burgués.

Los monopolios habían acumulado tanto capital que podían adueñarse y rentabilizar las industrias y servicios estatales, una vez éstos “saneados” para producir no sólo bienes y utilidades sino, sobre todo, ganancias. Además, necesitaban convertirlos en nuevos mercados para contrarrestar la disminución que, desde el estallido de esta nueva crisis estructural, venía experimentando la tasa media de ganancia (experimentó un descenso similar al del crecimiento anual medio del Producto Interior Bruto que pasó del 5,4% en los años 60 al 2,9% posteriormente). Por último, el movimiento proletario y, tras él, el de liberación nacional habían entrado en un largo período de reflujo, lo que permitía al imperialismo reconquistar lo que, con otra correlación de fuerzas, no tuvo más remedio que ceder.

Éstos son los motivos reales de la actual ofensiva neoliberal de los capitalistas. No se trata de un regreso imposible al liberalismo de los tiempos de la libre concurrencia mercantil: el capitalismo actual está dominado por un puñado de oligarcas; es capitalismo monopolista.

La liberalización del movimiento de mercancías, de capitales y de trabajadores sólo es hacia los países oprimidos, mientras es fuente de conflicto entre las potencias imperialistas. Las ayudas humanitarias, al desarrollo, ONGs, etc., son para mejor destruirlos, someterlos y saquearlos.

Las trabas a la libre explotación de los trabajadores que representan los derechos sociales y sindicales conquistados históricamente por el movimiento obrero son desmontados pieza por pieza. La crisis estructural conduce a “deslocalizar” las industrias hacia lugares donde la mano de obra sea más barata o a desmantelarlas para dedicar los capitales a operaciones especulativas inmobiliarias, financieras o bursátiles. Esta financiarización ha llevado a crear
activos financieros que decuplican el valor de la economía real y que provocan un gran aumento de la deuda privada, y también de la pública que acaba acudiendo al rescate de la privada. Para la clase obrera –empezando por sus sectores más indefensos como parados, mujeres, jóvenes, inmigrantes,…-, bajan los salarios, pensiones y subsidios, empeoran las condiciones de trabajo, aumentan la precariedad y los accidentes y enfermedades laborales, etc.

Los capitalistas denuncian el monopolio público como burocrático, ineficaz, despilfarrador, etc. (resultado, por cierto, al que conduce el sabotaje del mismo por los gobernantes comprometidos con las medidas neoliberales), para poder expoliarlo y reconvertirlo en monopolio privado. Las masas salen perdiendo no sólo como trabajadores sino también como consumidores y como contribuyentes. En efecto, las empresas y servicios que estaban formalmente en manos del pueblo dejan de estarlo; la calidad de su producción se subordina a la maximización de beneficios de las empresas que los prestan; empeoran las condiciones salariales, contractuales y laborales de quienes trabajan en las mismas; lo que eran servicios para todo el público se van cobrando a los usuarios en proporción creciente, resultando excluidos quienes no los pueden pagar, como ya es habitual en los Estados Unidos; por el contrario, las gigantescas sumas de dinero que recauda el Estado en concepto de impuestos y cotizaciones sociales (sobre todo a la mayoría asalariada) van a engrosar los beneficios de los monopolistas en forma de subvenciones, contratos, suelo público barato, etc.

En resumidas cuentas, todo lo que no sean rentas salariales -reducidas a una expresión cada vez más mínima- se convierte en capital en manos de un puñado de magnates, precisamente a través de la más activa intervención de su Estado en la economía.

El neoliberalismo pone en evidencia la tendencia del imperialismo a la reacción política, al someter todos los avances democráticos a la ley de la selva, a la ley del más fuerte.